jueves, 8 de diciembre de 2011

Cánovas, de Galdós

Caricatura de Cánovas y Sagasta

El último de los Episodios Nacionales, Cánovas, escrito por Galdós en 1912, cierra el ciclo con el que el autor intentó descifrar y contar la historia de España del siglo XIX. Cánovas abarca desde el pronunciamiento de Sagunto a finales de 1874, la llegada de Alfonso XII, la organización de la Restauración por Cánovas, el exilio de los republicanos, el fin de la tercera guerra carlista, la toma de posiciones del catolicismo y el conservadurismo, la integración del partido de Sagasta al nuevo régimen, hasta el año 1880. El autor nos ofrece una visión amarga de este período destacando que aunque se ha derrotado a los carlistas, la Restauración supone el triunfo de muchos de sus principios y no vaticina nada bueno para España, con la revolución como única vía de salida. El protagonista Tito Liviano, un trasunto del propio Galdós, cuenta con la ayuda inestimable de Mariclío par ir conociendo los secretos de la Historia. El autor no duda en ocasiones en acudir a los pequeños cotilleos para amenizar su relato -como por ejemplo el idilio del rey Alfonso XII con la cantante Elena Sanz, superpuesto a la boda con su prima María de las Mercedes y de la Austriaca María Cristina.
Pienso que podría ser una lectura muy apropiada para los alumnos de 2º de Bachillerato en Historia de España, que de esta forma podrían profundizar en aspectos esenciales de la materia, superando así la mera memorización en la que se suele convertir. Aunque para este año al menos he utilizado el siguiente fragmento como comentario de texto en clase:
 
 
“(…) Mientras llegaba la ocasión de salir de dudas, Casiana y yo matábamos el tiempo acudiendo a presenciar todo suceso pintoresco que el flamante reinado nos ofrecía. Un luminoso día de Enero se puso Casiana el más decente de sus vestiditos, yo la pañosa con embozos de terciopelo carmesí que adquirí con los dineros de la Madre, y nos fuimos al Prado a presenciar la entrada del nuevo Monarca.
   Había yo visto el solemne paso procesional de adalides revolucionarios victoriosos, o de Reyes y Príncipes que venían a traernos la felicidad, y calculaba que todas estas entradas aparatosas eran lo mismo mutatis mutandis: gran gentío, apreturas, aplausos, un punto más o un punto menos en el diapasón de los vítores, la chiquillería subida a los árboles, y los balcones atestados de señoras que sacudían sus pañuelos como espantando moscas. En algunos casos hubo también soltadura de palomitas que volaban despavoridas, huyendo del popular entusiasmo.
   Una procesión de carácter bien distinto, tétrica y desesperante, y que marchaba en sentido inverso, dejó en mi alma impresión hondísima: la salida del cortejo fúnebre de Prim para el santuario de Atocha. Señaló una coincidencia que me resultó irónica: en el mismo sitio donde vi la entrada de don Alfonso de Borbón había visto pasar el entierro del grande hombre de la Revolución de Septiembre, que dijo aquello de jamás, jamás, jamás.
   Entró el Rey a caballo. Vestía traje militar de campaña, y ros en mano saludaba a la multitud. Su semblante juvenil, su sonrisa graciosa y su aire modesto le captaron la simpatía del público. En general, a los hombres les pareció bien; a las mujeres agradó mucho. Al subir don Alfonso por la calle de Alcalá, el palmoteo y los vivas arreciaron, y en los balcones aleteaban los pañuelos de un modo formidable. Tras el Rey marchaba un Estado Mayor brillantísimo. Lo que más gustó a Casiana, según me dijo, fue el juego de colorines de las bandas con que se adornaban los señores cabalgantes a la zaga del Soberano barbilampiño. Igualmente me preguntó si aquellos caballeros tan majos y revejidos eran Generales, y si el Rey jovencito les mandaba a todos. Después contempló embelesada el paso de los coches en que iban los Ministros y el alto personal palatino, cargados de plumachos, galones y cruces, y quiso saber si aquellos pajarracos eran también marimandones; a lo que yo contesté: «Todos los que ves vestidos de máscara mandan; pero más que ellos mandan sus mujeres y otras tales, esas que están encaramadas en los balcones, y algunas que andan por aquí».
   (…) Ya los soldados que cubrían la carrera formaban en columna de honor para el desfile. Las voces de mando, los toques de clarín y corneta, daban al nuevo cuadro la brillante animación ruidosa que tanto agradaba al pueblo de Madrid. Las masas de curiosos se arremolinaban, buscando salida por una parte y otra. Nos corríamos hacia la fuente de Neptuno queriendo ganar la Carrera de San Jerónimo, cuando Casiana, atormentada por una idea, me habló de este modo:
«Dime, Tito, ¿aquellas mujeres son damas o qué?
-Damas son, querida; pero de esas que llaman de las Camelias.
-Pues, según me han dicho, la dama de las Camelias era tísica, y estas no están enfermas del pecho: chillaban como demonios.
-Los tísicos son ellos.
-Y dime otra cosa, Tito: los hombres de esas mujeres ¿son los que iban antes en coche, con plumachos
y requilorios dorados?
-Sí, hija mía. Uno de ellos llevaba casacón bordado con muchos ojos; el otro, casaquín, llave de oro, calzón corto y media de seda.
-Y los que visten de esa manera ¿son Duques o Marqueses?
-En algunos casos, sí. En otros son Jefes Superiores de Administración, Gentiles-hombres, o se les designa con diferentes motes muy bonitos.
-Pues, según dice Ido, tú lucirás pronto si quieres todas esas garambainas, y estarás muy guapo.
-No te digo que no. Cuando se pone el pie en el pórtico de este mundo que hoy has visto, nadie sabe a dónde podrá llegar.
-Otra cosa, Tito -dijo Casiana rasgando su linda boca en franca risa-. ¿Llegará un día, no digo que mañana ni pasado, un día del tiempo venidero, en que tú y yo seamos también Marqueses, Jefes de la Sagrada Administración o personas gentiles de las llaves doradas?
-¡Ya lo creo que podrá ser! Muchos han pasado por aquí que subieron del lodo a las cimas (...)”