lunes, 24 de marzo de 2014

Sobre Suárez


Cuánto ha cambiado la valoración de Suárez desde que dimitió en 1981 hasta hoy. No hay más que contrastar algunos artículos de prensa de entonces, con los de estos días. De entre todos los artículos que se están escribiendo estos días  destaco dos de historiadores notables: uno de Santos Juliá, y otro de Julián Casanova :
1. Santos Juliá: Fortuna y epitafio de Adolfo Suárez (El País, 23/3/2014):
"De él admiraban, quienes le habían tratado, su pasión por la política y su ambición de poder y no faltaban periodistas que se hacían lenguas de su simpatía arrolladora y de su contagioso entusiasmo. Hablaban otros de su juventud católica, de su notoria aversión a los libros, de su paso por niveles secundarios del Movimiento, del servicio casi filial a esa especie de segundo padre que fue para él Herrero Tejedor, y de las buenas migas que supo hacer con el almirante Carrero, con López Rodó y con el Príncipe de España. Pero nadie llegó nunca a saber en qué consistía su programa político, si tenía alguno, salvo que predicaba una evolución ordenada del régimen hacia una apertura que permitiera salir al terreno de juego a unas asociaciones en todo conformes a lo que consideraba auténtica Constitución que, faltaría más, andaba necesitada de ciertas reformas siempre que se acometieran desde el poder.


Muy ligero equipaje era aquel para la ardua empresa planteada por la acuciante pregunta que políticos españoles y teóricos extranjeros repetían desde hacia años: después de Franco, qué. A Adolfo Suárez, en verdad, no le preocupaba tanto la respuesta como el lugar que en el entramado político del régimen llegaría a ocupar cuando se produjera el llamado hecho biológico. Y no cabe duda de que desarrolló todas sus artes de seducción, que no eran pocas, para que el acontecimiento le pillara sentado a la mesa del consejo de ministros. Solo que, desde 1969, los caminos para alcanzar tan elevada posición se habían complicado por efecto de la descomposición que acabó convirtiendo a la dictadura en un conglomerado de personalidades cada cual rodeada de lo que Max Weber llamaba séquito y Manuel Azaña secuaces. Ya se mire a las gentes del búnker, a las nuevas generaciones del Movimiento, a los cuerpos superiores de funcionarios, a los tecnócratas del Opus Dei, a la democracia cristiana, todos, se encontraban divididos entre sí y enfrentados unos con otros, llevando cada cual la cuenta de los agravios mutuamente infligidos en las largas esperas por los pasillos del poder.


Suárez sufrió las consecuencias de esta atomización grupuscular de las fuerzas del régimen cuando, por la muerte de su patrón y guía, se vio arrojado desde la vicesecretaria general del Movimiento –pista de su vuelo al Gobierno- a los márgenes exteriores del sistema. Y entonces, con 42 años cumplidos, tomó una decisión en la que, jugándose a una carta su presente, se convirtió en promesa de futuro: fortalecer y expandir una de las pocas asociaciones acogidas al nuevo registro del Movimiento, la Unión del Pueblo Español. Nadie, ni las gentes del régimen, daban una perra gorda por las asociaciones, pero a Suárez le permitió la suya, de la que pronto fue presidente, subir al rango de personalidad política.


Y así, al sonar la hora de Franco y hacerse el después ahora, fue lo más natural que se cumpliera por fin su sueño y se viera aupado, con otras personalidades de mayor solera y rimbombancia, a un puesto en el consejo de ministros. Pudo haberle llevado a la ruina, ya que el ministerio era la secretaría general del Movimiento, pero la mezcla de fortuna y audacia que acompaña a los triunfadores multiplicó su capital político ciento por uno tras el fracaso de Arias y el simultáneo naufragio de las más sobresalientes personalidades reformistas del régimen, empezando por los dos presidentes siempre a la espera, Fraga y Areilza, aspirantes a edificar sobre sus hombros una democracia a la española.


De modo que, cuando fue llamado de lo alto, Suárez tenía claro que el tiempo y la ocasión de las personalidades había terminado; que lo exigido por la nueva coyuntura era la formación de un equipo de gobierno en torno a un presidente sin séquito ni secuaces. Los aspavientos de Fraga, Areilza y otros Lópeces facilitaron las cosas. Era preciso seguir la senda italiana, aunque con otro nombre. Y en efecto, Suárez se propuso crear una nueva fuerza política que desempeñara en España el papel jugado por la democracia cristiana en Italia tras la derrota del fascismo: facilitar a los comunistas, desde el poder, la ocupación de un espacio propio que dividiera a la izquierda en dos partidos con similar fuerza electoral, destinados, por tanto, a una perenne oposición; y, al tiempo, idear un sistema electoral con el objetivo, no para crear un sistema bipartidista, sino de garantizar a su partido una hegemonía de décadas, también al modo italiano. Incorporó, por eso, a su primer Gobierno a destacados miembros de la democracia cristiana en posiciones clave, flanqueados por quienes recién habían colgado la camisa azul en el fondo del armario.


Si el marco en que habría de producirse la transición de una política de personalidades a una política de partidos estuvo más o menos claro desde el principio –de ahí el primer decreto-ley de amnistía que legalizó en la práctica a los partidos de la oposición- no lo estaba, sin embargo, el ritmo y el contenido de las iniciativas necesarias para celebrar elecciones generales que devolvieran la soberanía al pueblo español. Y fue en este punto donde brilló el genio político de Suárez al convocar unas elecciones por medio de una ley que siendo para la reforma no era dereforma puesto que no reformaba nada: un fraude de ley, como habían imaginado el sibilino Fernández Miranda o el más barroco Carlos Ollero. Al cabo, eso era lo que exigía la oposición: convocatoria de unas elecciones que abrieran la senda a un proceso constituyente; y eso fue lo que decidió el gobierno sin previa negociación y sin necesidad de consenso alguno.


Como resultado de este golpe audaz, Suárez liquidaba sin mayor obstáculo las instituciones políticas de la dictadura –Cortes y Movimiento-, cerraba el Tribunal de Orden Público y licenciaba a la burocracia sindical. Quedaba por ver hasta dónde permitirían las Fuerzas Armadas abrir el terreno de juego a la oposición. Y de nuevo en este punto, la fortuna y la audacia se aliaron en su decisión de legalizar al Partido Comunista arrebatando de golpe a los militares, también divididos, su tácito derecho de veto sobre el alcance de las políticas adoptadas por el Gobierno. Una vez logrado lo más, fue coser y cantar la liberación de un puñado de presos de ETA recurriendo a la arcaica figura del extrañamiento. Las elecciones pudieron celebrarse sin que nada turbara la soleada placidez de aquel día de junio inolvidable.


Pero el pasado juega en ocasiones malas pasadas. Y es curioso que Suárez que se hizo político en el sentido más noble del término, o sea, alguien que vivía para la política, y no de la política, en el marco de un sistema de personalidades-cum-séquito, no fuera capaz de culminar su trabajo creando un verdadero partido político. Si hubo un error Suárez, su semilla se plantó el día en que, después de ganar sin mayoría las primeras elecciones, decidió formar gobierno procediendo al reparto de esferas de poder entre los cabecillas de los variopintos grupos coligados en la UCD, llamados, no sin razón, barones. Cierto, la unión electoral se mudó formalmente en partido político, pero la forma no modificó el fondo: UCD permaneció como cueva de barones que compartían un rasgo común, su desprecio a aquel político que se había encaramado al poder como por arte de birlibirloque. Sin lecturas, sin bagaje intelectual, sin idiomas, sin pedigrí alguno, todo lo que antes fue motivo de admiración ahora se convertía en causa de desprecio.


Y fue, al cabo, la revancha de la política de personalidades transmutada en rencillas de barones la que acabó por provocar un boquete en la línea de flotación del mismo partido que les había llevado al Gobierno. Suárez nunca volvió a ser lo que había sido desde junio de 1976 hasta, alargando mucho, marzo de 1979. Luego, la fortuna se convirtió en extravío, las palmadas en el hombro en puñetazos al estómago, los parabienes en desdenes. Subió en la política de la mano de personalidades y murió a la política víctima de barones. Descanse en paz".

2. Julián Casanova: Adolfo Suárez y el guión no escrito de la transición (Infolibre, 23/3/2014)

"El 20 de noviembre de 1975, la fecha de la muerte de Franco, no había ningún guión escrito, ningún camino fijado de antemano para que una dictadura autoritaria de casi cuatro décadas se convirtiera de manera pacífica en una democracia plena, reconocida por los países de la Europa Occidental. Las cosas evolucionaron de una manera determinada pero pudieron haber sido distintas en aquel escenario sembrado de conflictos, de obstáculos previstos y de problemas inesperados, en un contexto de crisis económica y de incertidumbre política. 

La dictadura de cuarenta años no terminó de golpe, en unos meses, y lo ocurrido a partir de ese momento no fue el resultado de un plan preconcebido desde arriba de manera autónoma y dirigido por las elites, especialmente por Juan Carlos y Adolfo Suárez. Un análisis histórico, basado en las múltiples fuentes disponibles, tiene que ir más allá de cuatro recuerdos, cinco historietas o declaraciones del tipo de “yo estaba allí”. Sobre todo porque han pasado más de treinta y tres años desde que Suárez dimitió como presidente de Gobierno, un tiempo suficiente para hacer balance de su papel de actor principal en la historia de la transición de la dictadura a la democracia. 

1. Cuando murió Franco, el 20 de noviembre de 1975, Adolfo Suárez tenía un currículum franquista bastante notable. Y no era tan joven, 43 años. Si no hubiera tenido ese currículum, acompañado de muy buenos contactos con dirigentes de la dictadura, no hubiera desempeñado un papel tan primordial. Es inevitable recordar esa posición, porque en una transición como la que se dio en España, pactada, con la gente que procedía del franquismo controlando la situación, los actores primordiales fueron gente como él. Si se hubiera producido una ruptura, algo impensable con el tipo de ejército que había en España, Suárez hubiera desempeñado un papel secundario o ni siquiera hubiera aparecido en esa historia.

2. Tras la muerte de Franco, Suárez fue nombrado por Arias Navarro ministro Secretario General del Movimiento, en el primer Gobierno de la Monarquía, en el que estaban gente como Manuel Fraga, José María de Areilza, Antonio Garrigues o Leopoldo Calvo Sotelo. No estaban los representantes del sector más ultra o del búnker, una opción que ya había apurado Arias en los dos años anteriores. Pero tampoco el Rey echó a Arias, un claro indicio de que allí nadie pensaba en diálogos con la oposición o consultas al pueblo, sino en una "reforma" continuista, sin cambios sustanciales en las estructuras políticas. 

Seis meses después, ese plan había fracasado porque los obstáculos desde arriba –fundamentalmente del sector más reaccionario de la cúpula militar– y la presión desde abajo eran más fuertes de lo esperado. Las huelgas, manifestaciones, peticiones de amnistía, libertad y reivindicaciones de autonomía convencieron a las elites que monopolizaban el poder de la necesidad de un proyecto reformista más audaz. El 1 de julio de 1976 el Rey despidió a Arias Navarro y nombró presidente a Adolfo Suárez, una decisión en la que influyó de forma clara Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino.

3. Ahí comenzó el verdadero papel protagonista de Suárez, y de Manuel Gutiérrez Mellado, que sustituyó al ultrarreaccionario Fernando de Santiago como vicepresidente primero y ministro para Asuntos de la Defensa. Suárez demostró capacidad de marcar el ritmo y las reglas de juego siempre "de la ley a la ley", máxima de Fernández-Miranda. La fecha clave fue el 18 de noviembre de 1976, cuando las Cortes franquistas votaron a favor de la Ley para la Reforma Política (435 de los 531 procuradores lo hicieron así). 

Se ha repetido que esas Cortes fueron las del harakiri, porque sus miembros habían propiciado voluntariamente su desmantelamiento. Pero la realidad fue más compleja. Y la gente de Alianza Popular, la coalición de notables franquistas que acababa de fundar Fraga, exigió una serie de medidas para que el orden que representaban no corriera peligro. Se favoreció para las futuras elecciones, algo esencial, un sistema bipartidista que privilegiaba el voto conservador de las provincias pequeñas frente a la zonas urbanas más pobladas. Muchos procuradores sabían que volverían a las Cortes como políticos, ya en la democracia, elegidos por sus provincias de origen, o senadores de designación real, y todos sabían que tendrían premios, prebendas y cargos públicos. Suárez les convenció del riesgo que asumían, si rechazaban el proyecto reformista, de enfrentarse a una propuesta más rupturista con el pasado franquista.

4. El éxito en las Cortes se repitió en el referéndum celebrado poco después, el 14 de diciembre. Ahí apareció el Suárez pragmático, audaz, pero también el dirigente franquista que sabía controlar TVE, de la que había sido director desde 1969 a 1973, los gobiernos civiles, las diputaciones y los Ayuntamientos. Sin ese control, y sin el pesado legado de miedo a la libertad procedente de la dictadura, no se entiende la victoria de UCD en las elecciones de junio de 1977, un compendio de grupúsculos de origen distinto formado sólo cinco semanas antes de las elecciones. 

UCD, con Suárez a la cabeza, arrinconó al sector más ultra del franquismo, se atrajo al franquismo sociológico, el constituido por clases medias urbanas lejanas a la izquierda, y recogió casi de forma aplastante el voto rural. El mérito de Suárez como dirigente fue enorme en ese proceso, con su atractivo, cara simpática, comparada con la agria de Fraga y del resto de franquistas, y manejo de la comunicación. Y enorme fue su presencia en todo ese largo proceso de discusión de la Constitución y de las Autonomías, con una segunda victoria en las elecciones de marzo de 1979, las primeras después de la aprobación de la Constitución.

5. A partir de ese momento, salieron a la luz todos los problemas de consolidación de la democracia, con el golpismo y el terrorismo de ETA obstaculizando el proceso de forma muy clara. En ese escenario de consolidación, Suárez ya no fue el dirigente indiscutible y la división interna de UCD, con más enfrentamientos personales que disputas ideológicas, acabó con él. Suárez presentó su dimisión el 27 de enero de 1981, presionado por su partido, incapaz de reconducir la situación y el rey no intentó disuadirle. Pocas semanas después, Tejero entró pistola en mano en el Congreso. Podemos recordar su dignidad durante ese golpe de Estado, pero su papel como político ya había pasado y desde ese momento fue bastante marginal.

No es tarea del historiador juzgar autenticidades, defectos o virtudes, someterse a ese tipo de simplificaciones que tanto manejan estos días periodistas y políticos. Y aunque el análisis se haga desde el presente, hay que sumergirse en aquel complejo escenario para analizarlo, sin que los actuales vicios de la democracia intervengan en el análisis. Salir de dictaduras largas sin ruptura requiere siempre el papel protagonista de dirigentes procedentes de sus elites –algo que también puede verse en las mayoría de los países que transitaron desde el comunismo a la democracia en Europa del este–. Suárez, viniendo del franquismo, presidió una transición difícil, como no podía ser de otra forma. Y él estuvo allí, con una estrategia reformista y de poder muy clara, de la que se conocen los detalles básicos. Otra cosa es el uso político que quiera hacerse de esa historia".